El año 2002 la Conferencia Episcopal Española publicó una Instrucción Pastoral en que daba una valoración moral del terrorismo de ETA. En ella se argumentaba que la maldad del terrorismo es en sí mayor y más profunda que sus propios actos criminales, pese a ser éstos horrendos. Lo peor, pues, no es lo que hace el etarra, aun siendo horrible. Lo peor es el hecho de ser terrorista.
Es así porque su conciencia no es como la del delincuente común. La de éste es ciertamente inmoral, pues le impulsa a cometer sus malas acciones para conseguir un bien, real o supuesto, como el dinero o la venganza. La del terrorista impulsa a su dueño a cometer sus malas acciones con el fin de que los españoles en cuanto españoles vivan aterrorizados pensando que también ellos pueden ser asesinados. Por eso no matan a hombres en cuanto tales, sino a hombres en cuanto españoles, para que todos se sientan amenazados y se dobleguen a sus imposiciones. No agreden o matan a este o aquel individuo para lograr algo, sino que atentan contra el bien común, entendido como el conjunto de aquellas condiciones externas que son necesarias al conjunto de los ciudadanos para el desarrollo de sus cualidades y de sus oficios, de su vida material, intelectual y religiosa”, según lo definió Pío XI.
Así entendido, el bien común no es otra cosa que seguridad o paz social: una situación social tal que los hombres puedan entregarse a sus actividades sabiendo que están protegidos contra la violencia. El Derecho es el que tiene la función de garantizar dicha protección y allí donde no lo hace la situación es de guerra.
Esto es lo que busca el terrorista. Y no se argumente, como hacen muchos que lo comprenden o lo apoyan, que la violencia de éste es una respuesta a la violencia que ejerce el Derecho para mantener la paz social, pues esta última es necesaria para la protección de todos, porque a todos considera inocentes, y aquella trata de agredir a todos, porque a todos considera culpables de los males que su delirante imaginación ha pergeñado. Es una argumentación miserable que expone a sus defensores a una calificación moral semejante a la que merece el terrorista. Pueden estar también oscureciendo su conciencia. Contra gentes así dijo el profeta Isaías: ¡Ay de los que al mal llaman bien, y al bien llaman mal; que de la luz hacen tinieblas, y de las tinieblas luz!
Por lo dicho, más otros motivos que no es momento de exponer aquí, el terrorista no puede pertenecer a una sociedad humana, pues es un disolvente de la estructura moral de cualquiera de ellas. Su conciencia está tan corrompida que no distingue las normas imprescindibles que sustentan la vida en sociedad. Mientras el delincuente común puede quedar satisfecho cuando una vez cometido su mal, que habrá afectado a uno o varios particulares, el etarra no se satisfará hasta haber destruido la paz social de todos, la cual no es otra cosa que la sociedad política que nació en las Cortes de Cádiz y que se llama nación española.
(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el 26/11/2011.)