Tomás de Aquino explica claramente en la Summa Contra Gentiles la diferencia entre el libre y el esclavo. Lo que tiene dominio de sus actos es libre a la hora de obrar, porque es libre aquel que es causa de sí; lo que ha de ser movido necesariamente por otro para obrar está sujeto a servidumbre: “quod dominium sui actus habet, liberum est in agendo, liber enim est qui sui causa est: quod autem quadam necessitate ab alio agitur ad operandum, servituti subiectum est (Libro 3, 112, 2).
A la luz de esta distinción podemos vislumbrar con mayor claridad el problema de la subvención. La palabra subvención viene de subvenir, que, según la Real Academia Española de la Lengua, significa venir en auxilio de alguien o acudir a las necesidades de algo. Ciertamente, nadie es absolutamente independiente como para no necesitar de los demás, pero cuando un gobierno recurre sistemáticamente a la subvención y el ciudadano lo permite, haciendo de ello un régimen político, tiende a convertir a los ciudadanos en siervos, en esclavos del gobierno. El ciudadano subvencionado no es capaz de valerse por sí mismo, por su esfuerzo, sino que necesita del gobierno para poder salir adelante. Consecuentemente, se debe al gobierno como el menor de edad se debe a su padre. Además, pierde toda capacidad crítica del gobernante, que ya no es su representante, sino su Dios. Es la Voluntad General de Rousseau, el Leviatán de Hobbes o el Estado totalitario, el Dios en la tierra de Hegel.
Nadie es totalmente independiente, pero hay que aspirar a ser lo menos dependiente posible para ser más libre interiormente y frente al poder del Estado, pues como dice el historiador inglés Lord Acton: todo poder tiende a corromperse, el poder absoluto tiende a corromperse absolutamente.
La vitalidad de una sociedad radica en la capacidad de los ciudadanos para gobernarse a sí mismos, el self-government. Una sociedad que vive de la subvención, del subsidio, es una sociedad que camina hacia la esclavitud, la pobreza y la corrupción. La subvención lleva al totalitarismo, a la sociedad cerrada, es decir, al hormiguero, a la colmena, a los campos de concentración. La sociedad abierta no se construye con subvenciones, sino con esfuerzos creadores de la sociedad civil mediante sus múltiples instituciones. He ahí la verdadera significación del principio de subsidiariedad. No es un mero reparto de competencias, sino un principio que aspira al desarrollo de la persona: todo lo que yo pueda hacer que no lo hago otro. Si lo hace otro por mí, me convierto en su esclavo, no soy dueño de mis actos, que los hace otro por mí.
Toda persona humana está dotada de libre albedrío para conquistar su autonomía –relativa, por supuesto, en este mundo-. Si la persona renuncia a ejercer el libre albedrío y prefiere confiarle su autonomía personal al Estado, se convertirá en un engranaje más de la maquinaria gubernamental. Por ello, la tarea del Estado no es dar subvenciones, sino ofrecer las condiciones necesarias para que toda persona pueda alcanzar su autonomía a través del ejercicio del libre albedrío, de su libertad de elección. Es el hombre, al ejercer su libertad de elección, el que se hace responsable de su destino. Unas veces el hombre elegirá bien, otras veces elegirá mal: he ahí la condición humana. Pero el hombre ha de poder elegir su destino, su vocación.